Estábamos en la camioneta, viajando hacia algún lugar cuando, al mirar por la ventana, vi a un hombre ya mayor jugando con una pelota de trapo. No sé por qué pero no pude evitar pensar en por qué estaría él ahí tan solo y tan tarde, y por qué parecía que muchas cosas estuvieran pasando en el mismo instante que posaba su mano sobre la cabeza con un gesto de... ¿melancolía?
No sé tampoco por qué pero me dolió esa imagen.
Mientras miraba el atardecer por la ventana del carro, deseaba tener música y hacer trágico mi momento adolescente del día. Pero justo llegamos a un sitio muy bonito, que abre sus puertas guardando más historias que las que yo podría escribir, y todo aquello que quería ponerme triste dejó de ser importante.
Llevávamos las manos llenas de cosas materiales, pero el corazón vacío para cualquier experiencia que pudiéramos vivir en el momento. Entonces, entre pláticas apareció una mujer con un niño pequeño en su carrito. Pensé "ha de tener tan sólo unos meses", pero mi sorpresa fue tanta cuando me enteré que pasaba más del año. Su pequeño abdomen estaba hinchado y en los ojos de la madre había una valentía cargada de angustia que nos contagiaba a todos en la habitación.
Mi madre no dejó correr sus lágrimas hasta que escuchó la triste historia.
Un año, cuatro meses.
Una enfermedad congénita que condujo a sus dos hermanitos mayores a la muerte.
Una familia que ha tenido que vender sus pertenencias para poder pagar las medicinas que difícilmente llegan a sus manos.
Un dolor profundo en el alma.
El pequeño es un Ángel (qué hermosa coincidencia que se llame así), y tiene que hacerse 14 quimioterapias más para completar las 40 y poderle hacer trasplante de médula. Hay un donante por suerte, pero hay que esperar a los exámenes para ver si son compatibles.
Nos fuimos del albergue en el que estaban con el corazón encogido y con la promesa de volver y no dejarlos solos en esta dura batalla. Sé que así será.
No puedo decir ni siquiera cómo me siento porque no hay palabras para expresar lo doloroso que es el hecho de que hay demasiados seres en este mundo necesitando de tanta ayuda para poder seguir adelante y somos tantos los que nos compadecemos de nuestro propio pesar sin mirar al resto...
Sus ojos eran mágicos. Eran alegres e inocentes. ¿Sabría él a lo que se está enfrentando? ¿Sabría él que si no mejora su situación podría tener el mismo destino que sus hermanos? ¿Sabría él lo desesperados que están sus familiares por conseguirle un espacio en el mundo?
Dios..., tengo el alma rota.
Y poco a poco voy recogiendo los pedazos, porque si quiero ayudarle no seré un soporte inestable ni una expresión más de lástima. Seré apoyo y amor. Consuelo y paz. Fortaleza y valentía.
Espero que algún día ese niño pueda correr y sonreír incesante, sin que ninguna enfermedad ponga en peligro su futuro.
Espero que el anciano que fue el centro de atención en las primeras líneas de este escrito haya llegado a su hogar y haya recibido el amor que merece.
Espero que el mundo abra los ojos al exterior y se solidarice con el resto, sin juzgar.
Al final del día, cuando ya no había más que oscuridad entre las calles y entre las luces que emitían los faroles, iba una señora trotando y un gatito no mayor a 6 meses junto a ella, juguetón, risueño. Tan feliz como deberían serlo todos.
Tenía el alma dividida y el pensamiento confrontándose entre el anciano, el niño y el gatito. Pero recordé que mi corazón adora a todos y a cuantos desee adorar en esta vida. Me sentí tranquila porque hoy alguien ya había recibido el cielo con una sonrisa.
Y no, no era el niño. Fui yo.
Con amor, Esperanza.