In Your Eyes

"IN YOUR EYES"
Autora: María Esperanza Álava Zambrano

1
ADRIÁN

¿Qué es el destino? ¿Encontrarse a la misma persona cada viernes por la tarde en el mismo lugar y que sus ojos se crucen entre tantas miradas? ¿O estar unidos por alguna especie de fuerza de atracción?
Adrián lo hubiera llamado una simple casualidad si hubieran sido dos o tres veces que coincidieran, pero ya habían sido tantas las ocasiones en que, cada viernes al ponerse el sol, sus miradas perdidas se topaban. Eso era algo más que una casualidad.
Aquella chica de aura misteriosa y melancólica, que se sentaba en la banca del parque, al frente de la cafetería a la que él frecuentaba, parecía poner una barrera entre ambos con su semblante expresivo. Era como si el mundo y ella no se conocieran. Más de una vez había intentado cruzar la calle y decirle «hola», pero sus pies no parecían despegarse del suelo. No sabía si era el temor al rechazo o lo tarde que solía decidirlo, pues casi siempre se sentaba junto a ella una mujer.
Aun así, a pesar de que la barrera entre ambos no era más que espacio y falta de valentía, se conformaba con observarla. Su largo cabello cobrizo se ondulaba en las puntas de la misma forma grácil con la que ella ponía las manos sobre su regazo. Era bonita y delicada, pero fría, lo que la hacía más intrigante aún.
Suspiró y dio un último sorbo a su café. La oportunidad la había perdido, otra vez, y su taza ya estaba vacía. Cogió su mochila, se la puso al hombro y salió de la cafetería sin mirar atrás. Caminó hasta la parada del colectivo en la esquina de la cuadra y mientras esperaba por su bus, deseó que nunca se acabaran las puestas de sol ni las oportunidades.
Ni los ojos bonitos.

Caminó un poco más después de bajarse del autobús hasta llegar a su casa en un barrio tranquilo y cómodo. Las estrellas ya asomaban en el manto oscuro de la noche al igual que su mamá en el porche de la casa. Era una mujer de mediana edad, dulzona y feliz, como se solía describir. Hablaba y hacía gestos al teléfono mientras regaba las plantas de la entrada.
— ¡Claro que estaremos ahí! No más dime el lugar y me encargaré de llevar a Javier y los niños —alcanzó a escuchar Adrián a lo que se acercaba a ella.
—Hola mamá —saludó agachándose para poder besarla en la mejilla.
—Dame un segundo —dijo al teléfono y se volteó hacia su hijo—. Hola, cariño. La cena está servida. Avísales a tu papá y a tu hermana.
Adrián asintió y entró a la casa. El aroma a comida recién hecha despertó su apetito y el desconsuelo de la tarde desapareció. Subió las escaleras y se dirigió a la habitación de su hermana menor.
Sabrina era una adolescente de catorce años que «buscaba» su verdadero ser cambiando su apariencia y gustos como las estaciones del año. Adrián recordaba que una vez había querido ser vegetariana y había dejado de consumir cualquier carne en el mundo, pero cuando se dio cuenta de que no podía vivir sin los churritos y las hamburguesas, decidió dejarlo. En otra ocasión había insistido en que la inscribieran en cursos de guitarra porque estaba segura de que su futuro estaba en la música, pero en cuanto le empezaron a salir callos en los dedos desistió casi por completo. Ahora estaba enfrascada en ser una cantante de rock gótico —o al menos un fanática, porque su voz no daba para lo que buscaba— y había empapelado su cuarto con pósters y fotos de bandas extravagantes. Sin embargo, y Adrián lo sabía muy bien, sólo era un experimento. No había nada de qué preocuparse —aunque había sido la temporada más larga.
Sab, dice mamá que bajes a comer —llamó a la puerta intentando abrirla, pero ésta estaba con seguro. Al otro lado simplemente se escuchó un gruñido que Adrián tomó como un sí.
Bajó las escaleras sonriendo por la gracia de su hermana. No es que él fuera el mejor ejemplo como hermano, pero tampoco era el que ponía la alegría y locura en la casa. De eso se encargaba Sabrina. Adrián era el término medio, junto a su papá. Ambos se parecían por lo taciturnos y tranquilos que solían ser. En cambio Sabrina y su mamá, Gloria, eran el arco iris del hogar; la familia Torres era un buen equilibrio o más bien un buen equipo, así lo consideraba él.
— ¿Cómo van las cosas en la universidad? —preguntó su papá, un hombre de gafas, poco cabello y semblante afectuoso.
—Normal, se acercan los exámenes —respondió prestándole más atención a la comida que a la conversación.
—Lo vas a hacer bien, cariño —agregó su mamá, mientras le pasaba los platos a Sabrina—. Por cierto, Sabi. Bájale un poco el volumen a la música. Enante me habló la vecina que su hijo no pudo estudiar porque no se concentraba por el ruido. ¿Tan fuerte lo pusiste?
— ¡No fue así, mamá! ¿Es ese niño de al lado? —Gloria asintió—. ¡Él sólo busca excusas para molestarme! Va a mi escuela, y créeme que es más bulloso que yo. —concluyó untándole más mantequilla a su sánduche.
—Te van a salir más barros —dijo Javier, mirándola por encima de las gafas y con una sonrisa de lado.
— ¡Papá! —chilló poniéndose roja. Su voz aguda no se parecía en nada a sus gruñidos.
—Está bien, está bien. No discutan. Y si eso es cierto, hablaré mañana con la vecina, cariño —dijo sonriéndole a la niña—. Oh, casi me olvido. Me llamó tu hermana —comentó dirigiéndose hacia su esposo.
—¿Qué dijo?
—Que la semana que viene van a hacerle una fiesta sorpresa a su esposo y quiere que estemos ahí. Así que no hagan planes para su fin de semana —dijo mirando hacia los chicos.
—Igual no hay mucho que hacer —murmuraron ambos.
—¿Dijeron algo? —preguntó socarrona Gloria y los dos negaron centrándose en su plato—. Miren quién viene ahí. Ven pequeño.
Un labrador entró en el comedor llevando un juguete de goma en el hocico, lo tiró y se acercó a su plato.
— ¿Alguien saca a pasear a Toby? —preguntó la mamá mientras le acariciaba el lomo.
—Tengo tareas —dijo rápidamente Sabrina.
—Ya es hora de las noticias —dijo Javier levantándose de la mesa. La habitación quedó en profundo silencio mientras los tres se miraban.
—Está bien, lo haré yo —murmuró Adrián cerrando los ojos. Las dos mujeres rieron y cada una se levantó de la mesa diciéndole gracias juguetonamente.
Le puso el collar y la correa al perro y lo encaminó hacia la salida. No era una tarea tediosa, pero después de un día largo le producía echarse a dormir. Sin embargo, la felicidad que emanaba el can y su cola moviéndose de un lado a otro le confortaron bastante.
Empezaron a caminar colina abajo mientras vislumbraba las estrellas de la ciudad, y las del cielo también. Era una noche fresca, con el característico olor de la primavera asomándose entre las hojas de los árboles, lo que le recordó a la chica de los ojos bonitos y tristes: la angelical combinación entre el invierno y la primavera. La forma en que miraba a la nada con una melancolía digna de un retrato, y cómo su pequeña sonrisa no alcanzaba a sus ojos. ¿Qué estaría pensando?
A Adrián le gustaba observar a la gente a su alrededor e intentar descifrar lo que sus expresiones querían decir. Sabía muy bien que conocer el lenguaje corporal de los demás era clave para conocerlos más allá de lo que los demás podían contarle sobre ellos mismos. Muchas veces, se había dado cuenta, las expresiones gritaban lo que querían ocultar.
Y la chica de los ojos tristes no era la excepción.
Fue sacado de sus pensamientos cuando su amigo fiel empezó a ladrar hacia otro perro, un caniche café con un temple parecido a su dueña. Adrián levantó la mirada hacia la chica que levantaba del suelo al can y lo saludaba con un ademán. Era Rachel, su mejor amiga.
—¿Sacando a pasear a Toby?
—Lo mismo que tú. Hola, Princesa —dijo acariciando a la perrita.
—Te acompaño, no hace mucho salimos de casa —dijo Rachel, poniéndose en marcha—. Cierto, mañana las películas las pongo yo.
Adrián era el tipo de chico de 19 años con un círculo de amistad reducido a cuatro personas, de las cuales, Rachel Ortiz, la única mujer, era la más cercana a él. Su amistad de más de una década era tan fuerte como los robles que rodeaban su vecindario, solía decir la chica, a la que nunca le faltaba alguna cosa ingeniosa por decir o hacer. Era la hermana menor —mayor a Sabrina— que no había tenido. Alguien con quien hablar y disfrutar los sábados de películas.
—¿Y qué ofreces para nuestro entretenimiento? —preguntó Adrián imaginándose lo que respondería a continuación.
—Romance… ¡o drama! Yo sé que a ustedes chicos les encanta llorar y yo sé de unas películas con las que no van a envidiar a sus madres cortando cebollas.
—¡No otra vez! —exclamó casi soltando la correa de Toby que intentaba alcanzar a Princesa de los brazos de Rachel.
—Sí, ya le dije a Mat y a los demás. Tuvieron la misma reacción —dijo haciendo un puchero—. ¿Por qué no reconocen de una vez por todas que son unos llorones?
Adrián se rio. A Rachel le encantaba molestarlos, y de alguna manera, eso la hacía quien ella era: una chica agradable y humorista de palabras cálidas, con un corazón de roble. Le encantaba el teatro y las películas, y soñaba con alguna vez ser actriz o directora de cine. Le encantaba experimentar cosas nuevas y el teatro era su oportunidad para hacerlo. Adrián pensaba que si Sabrina hubiera tenido su edad, hubieran congeniado muy bien.
Siguieron caminando y conversando por un rato más hasta que el frío los empezó a molestar y tuvieron que regresar. La casa de Rachel quedaba a unas cinco o seis casas de la de Adrián, por lo que se detuvieron ahí.
—Te veo mañana, niño —se despidió alborotándole el cabello.
Un minuto después, ya estaba en la entrada de su casa donde se sentó a contemplar las estrellas. Estaba tan cansado que los párpados empezaron a pesarle. Sintió a Toby acostarse a su lado y no recordó nada más hasta que después de unos minutos —que le parecieron eternos— sintió un golpe en la cabeza que lo despertó en seguida.
—Pensábamos que nunca llegarías. ¿Te encontraste con Rachel?
Adrián asintió bostezando; su amigo lo secundó.
—¿Tienes algo que decirme? —preguntó a su hermana cuando esta se quedó un rato en silencio. La chica simplemente se sentó y abrazó sus piernas.
—¿Crees que esto es lo mío? —preguntó vacilando. Adrián sabía que estaba siendo bastante seria en aquel momento—. Es decir, he conocido mucha gente y sienten pasión por esto pero yo ya no. ¿Me entiendes?
Adrián volvió a asentir.
—Creo que voy a dejarlo. La música y los pósters no son lo mío. Totalmente no.
—Tal vez deberías probar con los estudios, se te da bien aprender cosas —dijo el mayor contemplándola.
—¿Debería interesarme por las ciencias? ¡Tal vez me haga científica y descubra algo nuevo! —exclamó Sabrina. Tenía muy buenos dotes de actuación.
—Tan sólo no explotes la casa —se mofó Adrián.
—¡Claro que no! —chilló la niña  haciendo reír a su hermano—. Por cierto, he decidido algo.
—¿Qué? —preguntó Adrián ante el tono de suspenso que su hermana le agregó a su frase.
—Ya no te haré los mandados ni porque me pagues el doble. Estaré muy ocupada —y puso punto final a la conversación entrando a la casa con Toby siguiéndola.
«Perfecto, hasta el perro me abandona», pensó para sí mismo.

Sábado por la tarde. Adrián se encontraba observando las pinturas y los cuadros que adornaban las paredes del estudio de la casa de Rachel. Aquellos habían pertenecido a su difunto padre; un hombre consagrado con el arte y su hija. Rachel se había apoderado de la habitación después de que su madre se casara por segunda vez y la había convertido en una memoria de su papá. Él que la había conocido desde que tenían 9 años sabía lo triste que había estado la mujer más fuerte y positiva que conocía. Triste era poco; desconsolada.
Pero pasaron las semanas y aunque la ausencia de su mejor amigo, su padre, calaba hondo en su corazón, se había levantado y había vuelto a dar al mundo su brillante sonrisa y su enorme corazón. Adrián se sentía orgulloso de su mejor amiga.
Ésta entró por la puerta con snacks y canguil cargados en los brazos intentando no chocar con el sofá. Adrián fue en su ayuda.
—Ya están viniendo Mat y Dereck —mencionó Rachel dejando las cosas en la mesilla de centro.
—¿Qué hay de Frank?
—Él viene más tarde. Está en la casa de su novia ayudándole no sé con qué dijo, así que demorará. Pero mientras tanto… —dijo sacando algo del bolsillo de su pantalón—. ¿Qué tal si me ayudas con mi próxima producción?
Lo que tenía en la mano era el guion de una nueva obra de teatro que de seguro presentarían ella y su grupo de trabajo.
—¿De qué se tratará esta vez? —preguntó Adrián sentándose en el sofá.
—Es una comedia contemporánea. Sobre una chica y las mil historias de amor que escribe para no sentirse sola con su triste vida de soltera —rio y se aclaró la garganta—, pero que un día despierta y le empieza a suceder exactamente lo mismo que lo que solía escribir.
—¿Lo escribiste tú? —preguntó leyendo las primeras páginas del guion.
—Algo así. En realidad lo edité. Había muchas cosas que no eran tan factibles para actuarlas en nuestro teatro así que las quité y puse otras. Pero respeta la idea original —dijo con entusiasmo mostrándole las páginas que estaban resaltadas con tinta naranja.
—¿Y cuándo estrenarán la obra?
—En dos meses. Hay mucho que hacer —dijo y se interrumpió pues el timbre sonó—. Han de ser los chicos.
Efectivamente, por la puerta ingresaron dos jóvenes más, uno más alto que el otro pero parecidos en pequeñas cosas como las orejas, las cejas y la nariz. Los hermanos Díaz, Matías y Dereck.
—¿Traen pizza? —preguntó Rachel intentando mirar hacia sus espaldas—. Si no, no pueden pasar.
—Claro que sí —respondió Mat, mostrando dos cajas rectangulares y depositándolas en la mesilla—. ¿Y Frank?
—Ya mismo viene —contestó la chica abriendo las cajas con un apetito que atravesaba la comida con la mirada.
—Está donde la novia —agregó Adrián saludando a los chicos.
Pasaron dos horas esperando al otro chico hasta que este apareció por el umbral de la puerta con cara de aburrimiento y fastidio encima. Los demás pensaron que tal vez había peleado con su novia puesto que era en lo que se basaba su relación de cinco años pero no fue necesario preguntarlo porque éste respondió a sus miradas.
—No sé qué hice esta vez, ¡les juro!
Rachel se rio y se levantó para sentarse a su lado. Lo abrazó por los hombros y le dijo lo más seria que pudo:

—Ustedes, chicos, nunca saben nada.

2
NANCY

Sus manos rozaron la tela del vestido. ¿Qué color era? Ah, sí. Rosa.
Rosa como los colores y las flores que le solían gustar a su mamá. Acostumbraba adornar la casa con flores de todo tipo: claveles, girasoles, pensamientos, lirios. Era estar en un paraíso de aromas y hermosas vistas. Y entre ellas, la más preciosa que guardaba en su corazón era la de su madre sentada entre todo aquello sonriéndole.
Sus ojos grises y su cabellera larga y ondulada cayendo sobre su espalda siempre la habían hecho pensar que era un ángel. Muchas veces había querido ser como ella: tan bella, tan fuerte, tan delicada, tan cálida. Ahora sólo deseaba que ella estuviera ahí…
«Eso es imposible ahora», pensó Nancy resignada.
Ya no volverían a estar juntas, ni porque le concedieran un deseo. Le había dejado fortuna, una gran casa para vivir, muchos contactos por si alguna vez necesitara algo y la compañía de su nana de la infancia. Pero se había olvidado de lo más importante: enseñarle a afrontar el resto del camino, sola.
Nancy se secó las lágrimas que rodaban por su rostro al escuchar que alguien tocaba la puerta. Escuchó la maternal voz de su nana Lucy al otro lado.
—Nancy, ¿estás preparada?
—Sí —murmuró con la voz ronca por el llanto. Sintió como unas suaves manos sostenían las suyas y le ayudaban a levantarse.
—Tranquila, corazón —la calmó Lucy—. Todo estará bien. Si deseas no vamos y le digo a la doctora que venga a la casa.
Nancy negó con la cabeza. Necesitaba salir de aquel encierro.
Bajó las escaleras del caserón agarrada del brazo de su nana, sintiendo la inseguridad en el temblor de sus piernas. A pesar de que conocía al revés y al derecho su casa, desde aquel accidente sentía que todo estaba fuera de lugar y temía tropezar. Ya habían pasado tres meses desde que había quedado ciega y desde que lo había perdido todo por lo cual vivía.
Era año nuevo, recordaba. Estaban todos felices por las fiestas y su mamá había hecho un nuevo negocio por lo que habían más razones para celebrar. Estaban todos en casa; los tíos, la abuela, los primos, los amigos de mamá, los amigos de papá que habían mostrado su lealtad hacia su madre, su nana, e incluso el chico que le gustaba. Era la reunión perfecta. La vida perfecta.
Recordaba también que sentía cómo le dolían las mejillas de tanto reír y las piernas de tanto bailar. Estaba escuchando los chistes del tío-abuelo que eran famosos por no ser mejorados por nadie más, pero entonces algo a su lado la hizo desviar su atención: era su mamá. Estaba en una esquina de la casa conversando fervientemente por teléfono y su semblante ya no parecía alegre. Estaba enojada y con las lágrimas al borde de los ojos. ¿Con quién discutía?, se preguntó Nancy. Sin embargo, no tuvo tiempo a preguntarse qué sucedía. Su madre colgó el teléfono y salió por la puerta principal.
Nancy temió lo peor. Su padre.
Siguió a su madre por el patio hasta el garaje donde estaba el carro estacionado pero no la vio. Entonces escuchó un forcejeo y al rato salió un vehículo que la cegó con las luces intensas. Era su madre y junto a ella iba alguien.
Recordaba que había entrado a la casa y que cogía las llaves del vehículo de mamá. Entonces corría hacia este y lo encendía. Dolorosamente lo recordaba todo; el acelerador, la vía, las gotas de lluvia, su mamá que no respondía al teléfono, los vehículos pasando a alta velocidad, los juegos pirotécnicos, las luces a su alrededor, el latir de su corazón, sus lágrimas. Los nervios y por último, el dolor.
Nancy sentía que se estaba volviendo loca.
—Villegas, Nancy —se sobresaltó al escuchar su nombre y miró hacia al frente, pero no había nada.
Tuvo las ganas de preguntar «¿dónde estamos?» pero en seguida captó los olores del hospital y se dio cuenta que había soñado por mucho tiempo. Se había sumergido en su pesadilla, otra vez.
La psiquiatra comentaba algo para su nana y ella, pero estaba demasiado ausente como para entender lo que decía. El consultorio no era para nada su lugar favorito y tener que contarle a la doctora lo que sentía en su interior no ayudaba en nada. Se sentía sofocada pero mientras más evocaba los recuerdos, peor se volvía su situación. Tenía miedo y mucho dolor. Quería gritar, quería correr, quería huir. Quería morir. Pero no podía. Ni siquiera sabía cómo intentarlo.
—Quiero irme de aquí —susurró. La charla entre ambas mujeres paró súbitamente.
—Eso es todo, Lucy. ¿Nos puedes dejar solas?
Escuchó a su nana arrastrar la silla y luego la puerta cerrándose. Suspiró y aguantó las lágrimas apretando los ojos. Daba igual si los abría, nada cambiaría.
—¿A dónde quieres ir, Nancy? —escuchó a su psiquiatra hablar mientras se acercaba a ella.
—Donde mamá —murmuró. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Una hora después, cuando iba sentada en el vehículo con Nancy y su chofer al frente, intentó dormir en el camino a casa. Si estaba despierta, pensaba y si pensaba, recordaba. Y recordar quemaba su interior como un fuego que nunca se apagaba.
—¿Quieres que demos un paseo, corazón? —preguntó de repente Lucy.
—Sólo quiero estar sola —respondió Nancy.
Cuando Lucy salió de su habitación, Nancy se acostó de lado y dejó irlo todo. Tenía miedo a dormir y soñar con aquel día, pero más la aterraba estar despierta. Era cierto que no podía ver nada, pero el aroma a su mamá estaba impregnado en cada rincón de la casa y eso era peor que las imágenes. Cada pensamiento se dirigía a ella, a sus tardes juntas conversando, a su forma de cuidar todo lo que poseía, a su cálida mirada que la confortaba cuando las cosas no iban bien. Imaginó su tierna mano peinando sus cabellos.
Pero las escenas de ambas discutiendo, odiándola por no entenderla, por trabajar demasiado y querer demostrarle al mundo que solas podían triunfar, que no necesitaban a ningún hombre para vivir, revolotearon en su cabeza. Deseaba nunca haberle gritado, nunca haberla hecho llorar. Todos los malos ratos que la había hecho pasar quería disolverlos. Pero su mamá ya no estaba ni para enojarse con ella.
Se sentó impaciente. La ansiedad la estaba matando poco a poco.
Recordaba que le encantaba ponerse los zapatos de tacón alto de su mamá cuando era pequeña pero siempre tambaleaba y caía. Sin embargo, a medida que iba creciendo, su madre se había ocupado de convertirla en una señorita elegante y respetable como todas las chicas de su medio. Sentarse bien, vestirse bien, decir lo necesario, ser cauta y oportuna, recordar rostros y nombres, situaciones y posiciones. No era de la realeza, pero lo parecía.
¿Y ahora de qué le servía? ¿Cómo, con todo eso, respondería a las condolencias de los demás? ¿Cómo le haría para seguir maquillando el mundo que se había desmoronado en su interior? ¿Cómo veía?
Tres meses y más llevaba así. Se sentía condenada, sola y vacía. Sabía que si se levantaba iba a caer. Y lo que más temía era eso, no poder levantarse de nuevo. Y estar ciega… Suspiró resignada. Estar ciega era como nacer de nuevo, pero con los sentidos y la memoria más conscientes que nunca. Era como pender de una cuerda en el aire sin saber dónde poner el siguiente pie.  Estaba asustada de no conocer la realidad y tener que enfrentarse a ella sin poder verla. El mundo que conocía ya no estaba, y lo que venía a continuación no mandaba carta de aviso. Era aterrador.
Cansada de las lágrimas y de la ansiedad que le cortaba la respiración, tanteó con el pie en busca de sus pantuflas. Estaba desorientada y sentía el cuerpo pesado. Podría caer. Sin embargo, encontró las zapatillas y se las puso. Se impulsó para levantarse pero el cuerpo la llevó hacia atrás sentándose de nuevo en la cama. Apretó los puños con ira. Volvió a intentarlo. Esta vez consiguió mantenerse de pie sin tambalear tanto. Entonces empezó a tantear con las manos y los pies el espacio que tenía a su alrededor para no chocarse. Recordaba la cama, el buró, el espejo, la cómoda, las zapatillas de ballet, el sillón y los libros. Llegó hasta la pared sin golpearse y sonrió cansada. Había logrado un avance.
Un paso, dos pasos a la izquierda. Lo estaba consiguiendo. Pero cuando todo parecía ir bien, tropezó con un objeto sólido y cayó al suelo con sus manos como escudo. El dolor en el pie la hizo gritar. Se tapó la boca para que Lucy no la escuchara porque sabía cómo reaccionaría y se hizo un ovillo en el suelo. Sin embargo, al instante escuchó a Lucy entrar en la habitación exclamando preocupación.
—¡Mi niña, qué ha sucedido!
—No es nada, nani —titubeó Nancy aguantándose las lágrimas del dolor—. En serio, no ha sido nada. Sólo tropecé.
—Déjame ver, dónde te duele —le tocó el tobillo y Nancy soltó un grito—. Parece que te lo has zafado. Voy a llamar al doctor.
Nancy le cogió por la muñeca deteniéndola.
—No, nani. Voy a estar bien —dijo mientras intentaba levantarse apoyándose del brazo de Lucy. El esfuerzo fue en vano pues volvió a caer.
—No seas necia. Esto no se ve nada bien. Voy a llamar al doctor.
La depositó con bastante esfuerzo en la cama y salió de la alcoba.
Después de que el doctor le hubiera vendado el tobillo y dado analgésicos para el dolor, se encerró en su habitación y no volvió a salir hasta unos días después. El dolor del tobillo la irritaba bastante y había utilizado eso como excusa para no ir a la psiquiatra. Sin embargo, Lucy ya se había cansado de su mal humor y había decidido que nunca sanaría sus heridas, encerrada en cuatro paredes.
Aquel viernes por la tarde, en vez de ir al psiquiatra de nuevo, pararon por el parque que les quedaba en el camino al hospital, como solían hacer cuando Nancy se sentía demasiado agotada para hablar. Por supuesto, y como todas las veces, estaba nerviosa. Lucy siempre la dejaba sentada en una banca mientras iba a recoger las cosas de picnic del vehículo. Mientras tanto, ella intentaba disfrutar del momento a solas, y de los ruidos del parque y la ciudad.
Lucy llegó con la canasta y la manta para cubrirle las piernas, ya que hacía bastante viento. Pero en su despiste había olvidado su cartera y tuvo que regresar de nuevo al vehículo. Nancy se rio de su nana. A veces Lucy podía ser tan graciosa como dulce, y eso, al menos, la podía confortar.
Escuchaba a los niños gritar y reír a sus espaldas, y personas caminando alrededor. El ruido de los motores de los vehículos le hizo saber que al frente tenía una calle. Y justo cuando creyó que estaba sola, alguien se paró a su lado.
—Disculpa, ¿podría sentarme un momento aquí?
Sus manos temblaron ante aquella voz y sus mejillas se colorearon también. Ya no quería alejarse de Lucy ni de su casa. Ya no quería estar en ese parque.


3
ADRIÁN

Adrián guardó los libros en la mochila y salió a paso lento del aula. Era jueves, el día recién empezaba y sus pensamientos ya se enfocaban en cualquier cosa que no fuera ni libros ni apuntes. Los números y las teorías jugaban con su cerebro en un intento por explotarlo, y lo que menos necesitaba aquel día era eso. Suspiró y caminó hacia la parada de bus. De repente su teléfono empezó a sonar y vio que era una llamada de Rachel.
—Aquí, torre uno —respondió.
—Águila al acecho. ¿Me ves? —escuchó al otro lado de la línea. Levantó la mirada y la vio en la acera del frente haciéndole un ademán con la mano. Adrián sonrió y cruzó la calle.
—¿No tenías práctica? —preguntó al llegar a su lado.
—Exacto, tenía. Pero fue cancelada por falta de personal, así que decidí que debía molestar a mi mejor amigo. ¿Estás libre?
—Veinticuatro siete para ti —respondió Adrián pasándole un brazo por los hombros—. ¿Qué quieres hacer?
—Vamos por hamburguesas y helado. Estoy hambrienta.
Adrián le alborotó el flequillo y se puso en camino con ella hacia el puesto de hamburguesas más cercano. Si había una mujer que disfrutara tanto de las comidas deliciosamente grasosas, esa era Rachel. A sus casi veinte años de comer y comer, no parecía crecer más allá de los ciento sesenta centímetros que medía.
Se sentaron en una de las mesas de plástico puestas alrededor del camión de hamburguesas mientras servían lo que habían comprado. Rachel aplaudió ante el tamaño de la hamburguesa y se concentró en acabarla. Adrián simplemente la observó intentando resolver cómo todo aquello podía caber en una chica tan menuda. Rachel se dio cuenta de su mirada inquisidora y paró de comer.
—¿Qué? ¿Nunca has visto comer a una mujer? —preguntó la chica con la boca llena y mayonesa en las mejillas.
—Eres una vaca —se burló Adrián pasándole una servilleta.
—Y tú un cerdo. ¡Qué bien! Ahora podemos entrar en una granja y pasar desapercibidos —dijo Rachel levantando una ceja hacia su amigo—. No me quites el apetito.
Pasaron un rato callados comiendo, hasta que Rachel acabó con su plato y se recostó en el respaldar de la silla satisfecha.
—¿Conoces a alguien obediente, responsable y eficaz que quiera actuar en un papel secundario sin importarle los horarios y la paga? —preguntó Rachel rompiendo el silencio.
—No creo que exista alguien con esas características —respondió Adrián—. A menos que no le importe ser un esclavo de Rachel.
—Tonto —musitó la aludida—. Si me consigues a alguien con ese perfil, te prometo que lo voy a tratar bien.
—¿Y yo qué gano? —preguntó comiendo el último pedazo de su hamburguesa.
—¿Siempre esperas algo a cambio? —levantó una ceja.
—Si haces negocios conmigo, no esperes que sea gratis —respondió Adrián con una sonrisa de medio lado.
—No hablarás en serio —se rio Rachel. Adrián levantó una ceja—. ¿Es en serio? ¿Y qué esperas que te dé a cambio?
—Por ahora podemos dejarlo como que me debes un favor —contestó Adrián.
—Hablas tan seguro. ¿Ya tienes a alguien en mente?
Adrián simplemente sonrió. Había alguien que no se resistiría a la idea de probar algo nuevo y confiaba cien por ciento en su respuesta.
—Bien, ¡pues vamos por esa persona! —se levantó Rachel halándolo por el brazo.
—Si te parece urgente, te guiaré —dijo levantándose y haciendo un ademán de caballerosidad—. Las damas primero.
Fueron todo el camino conversando sobre cosas que tenían en común hasta que pararon en las puertas de un colegio. Rachel lo miró intrigada hasta que comprendió la situación.
—¿Tu hermana? —preguntó sorprendida—. ¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?
—Porque no tienes mi ingenio —respondió con un ápice de arrogancia actuada en la voz.
—¿Y la dejarán tus padres?
—¿Qué es lo que no la dejan hacer? —dijo en forma de respuesta en el momento justo en que se escuchaba la campana de salida y una multitud de estudiantes en rojo y azul salían por la puerta principal—. Mírala, ahí viene.
Sabrina caminaba despacio junto con una amiga a la cuál le contaba algo. Sus movimientos de manos y ojos eran bastante expresivos y su forma de andar era resuelta. Para Rachel era perfecta.
—¡Hey, Sab! —llamó Adrián. La aludida dirigió la mirada hacia él algo sorprendida y al fijarse en quien estaba a su lado sonrió. Se despidió de su amiga y corrió hacia ellos.
—¡Adrián, Rachel! ¿Qué hacen aquí? —preguntó al llegar hasta ellos.
—Rachel tiene algo que plantearte —respondió Adrián.
—¿Qué es, Rache? —cuestionó Sabrina dirigiéndose hacia la chica.
—Creo que será mejor si te lo cuento una vez que nos pongamos en marcha —dijo señalando a la multitud y la bulla que ésta producía.
Sabrina asintió y caminaron hasta la parada de bus. Rachel le contó de su grupo de teatro y la obra que estaban por empezar. Sabrina simplemente la escuchaba con atención y de vez en cuando asentía emocionada. Era una idea grandiosa que le llegaba como anillo al dedo: actuar le permitiría ser muchas personalidades, tener muchos gustos y conocer muchas cosas sin tener que dejar de ser ella; y eso era lo que más la animaba.
Se bajaron del bus en su calle y ambas chicas se despidieron citándose para la tarde. Adrián le guiñó un ojo a su mejor amiga y se dirigió con su hermana hacia su casa.
—¿Crees que a mamá y papá les guste la idea? —preguntó Sabrina cuando se aproximaban a la puerta.
—Es mejor que tus otros cambios —respondió su hermano levantando los hombros—. ¿Nos habrá dejado comida mamá?
—Sólo piensas en comida —susurró Sabrina entrando a la casa. Toby los recibió entre ladridos y movimientos alegres de cola.
Ya en la tarde, cuando el sol calentaba la ciudad, Adrián se puso a realizar bocetos en su cuaderno de dibujos; un pasatiempo que disfrutaba de vez en cuando. Su especialidad era recordar los rostros que observaba cuando se sentaba en la cafetería a la que habituaba, y retratarlos en su cuaderno. Ya tenía más de veinte rostros de trayectoria y unos cuantos paisajes más. Sin embargo, había unos ojos a los que su esencia no podía captar. Eran marrones, grandes y rasgados en los bordes, pero eso no decía mucho de ellos. ¿Qué querían expresar cada vez que se dirigían a la nada? ¿Por qué tan ensimismados y a la vez tan vacíos?
El rostro en el papel estaba calcado tal y cual era, con los rasgos finos de la nariz, las orejas adornadas por aretes, el cabello largo en ondas, las cejas perfiladas y los labios en una línea recta que esperaban el consentimiento de los ojos para cobrar vida. Sin embargo, ese era el problema: no podía dibujar los ojos. Posó el lápiz en el espacio donde debían estar los ojos y suspiró. Le intrigaba mucho aquella chica y aunque quisiera, no podía sacársela de la cabeza.
Respingó cuando alguien tocó la puerta de su cuarto.
—¿Estás ocupado, cariño? —preguntó su mamá, entrando a la habitación.
—No, sólo dibujaba —respondió cerrando el cuaderno y dejándolo sobre el escritorio—. ¿Necesitas ayuda en algo?
—Sí. Llévale esto a tu tía —contestó entregándole un cartón sellado—. Búscala en el hospital. Me dijo que estaba de turno hoy.
Adrián asintió y se puso en camino hacia su destino. Los pensamientos sobre la chica melancólica se esfumaron de su mente mientras cumplía con lo que le había pedido su mamá, pero de vez en cuando la recordaba al ver las bancas de los parques por los que el autobús pasaba.
Llegó hasta el hospital y buscó entre las enfermeras y médicos a Cristina, su tía, una doctora que se encontraba entre los treinta y cuarenta años y que siempre llevaba el cabello recogido. Para ser la hermana menor de su papá, era poco parecida a él; sus rasgos eran más amables y extrovertidos. La encontró en seguida en una de las estaciones de enfermería.
—¡Adrián! Qué gusto tenerte aquí —lo saludó en cuanto se encontraron.
—Tía —saludó Adrián.
—Te ha mandado tu madre, supongo. Espérame un rato en mi oficina que tengo que enviarle algo también. Toma ese elevador y ve al segundo piso, ahí está mi consultorio —mencionó señalando detrás de ella—. Te alcanzo en un rato.
Adrián recorrió el camino hasta el elevador y pulsó el botón. Esperó un rato mirando a su alrededor hasta que reparó en una persona que le parecía conocida: una mujer de baja estatura (casi le llegaba al hombro) y de cabello corto rizado esperaba al igual que él por el ascensor. Cuando las puertas de este se abrieron ambos ingresaron y ella se adelantó a pulsar el botón del segundo piso. Adrián la miró de reojo intentando recordar de dónde la conocía pero por más que pensaba y pensaba, no lograba localizar su rostro.
Las puertas del ascensor se abrieron enseguida y salieron uno tras el otro. Adrián puso su atención en buscar el consultorio de su tía, pero no tardó mucho, pues la misma mujer de antes se había sentado frente a la puerta de éste, a la espera. El muchacho se sentó al lado de ella y esperó.
Varios minutos después, Cristina salió por las puertas del ascensor revisando una carpeta y al verlos le sonrió a ambos.
—Lucy, pase por favor —dijo dirigiéndose hacia la mujer que enseguida se levantó y caminó hacia la puerta—. Adrián, espérame un momento —susurró haciéndole señas.
Adrián asintió confundido. Estaba estancado intentando recordar quién era esa persona. Sabía que la había visto antes, pero eran tantos rostros que veía a diario que aquello podía ser tan sólo una coincidencia.
¡Coincidencia! Aquella palabra hizo que su cerebro hiciera sinapsis y que la imagen del parque, la chica melancólica y la mujer que siempre se sentaba con ella vinieran a su cabeza. ¡Por supuesto que la conocía! ¡Era la dama que siempre le quitaba la oportunidad de acercarse a la dueña de los ojos indescriptibles!
Sonrió para sí mismo ante la idea de echarle la culpa por su indecisión. Estaba consciente de que se tomaba mucho tiempo para decidir si cruzar la calle o no y aquella mujer no tenía nada que ver, a pesar de que siempre estaba con la chica. Pero entonces, se preguntó qué hacía ella ahí y dónde estaría su compañía.
Sus pensamientos fueron cortados cuando la mujer salió del consultorio con el semblante ansioso. Sintió curiosidad por saber qué había hablado con su tía, pero guardó sus intrigas para otro momento y pasó a la habitación después de que Cristina le hiciera un ademán.
—Disculpa que no te atendiera primero. Ya tenía una cita con ella para esta hora —comentó su tía sentándose en una de las butacas del consultorio. Adrián la siguió.
—Debí haber imaginado que estabas ocupada, tía —contestó Adrián para tranquilizarla.
—Descuida. Y dime, ¿cómo te ha ido? ¿Cómo está Sabrina? —preguntó Cristina relajando la atmósfera de tensión que se había creado antes de que la mujer llamada Lucy saliera.
—Bien, creciendo —respondió con una pequeña sonrisa—. Mamá te manda saludos, pero supongo que hablan todos los días.
Cristina sonrió. A pesar de la diferencia de edad entre ambas, eran bastante unidas. Gloria la había apoyado cuando había decidido casarse con un paciente y Cristina le había devuelto la gratitud en forma de lealtad; aunque las peleas entre Gloria y su hermano mayor eran escasas, las pocas veces que estas habían involucrado a la familia, Cristina tomaba el lado de Gloria.
—Déjame ver qué mandó —dijo estirando los brazos para tomar la caja. Adrián se la pasó. Dentro había ropas de bebé bordadas en punto de cruz, uno de los artes que su mamá sabía hacer.
El chico levantó la mirada hacia su tía y ésta simplemente asintió sonriendo.
—Pero no puedes decirle a nadie —comentó Cristina con emoción—. Es una sorpresa para tu tío.
—Lo prometo —contestó oprimiendo una sonrisa. El sueño de su tía siempre había sido ser madre (y estaba seguro de que sería una de las mejores), pero tras años de haberlo intentado, había fallado. Sabía que Mike, el esposo de su tía, se pondría muy feliz.
—Ah, cierto. ¿Te dije que le iba enviar algo a tu mamá, no? —preguntó empezando a levantarse, pero entonces su teléfono timbró. Revisó la pantalla y su sonrisa se borró del rostro—. Es algo urgente, tengo que contestar. Revisa en el segundo cajón del escritorio. Ahí hay un sobre amarillo. Llévaselo a Gloria y dile que la llamo en la noche.
Respondió al teléfono al tiempo que salía del consultorio a paso rápido. Adrián se levantó de su puesto y caminó hacia el escritorio. Abrió el segundo cajón e inmediatamente encontró el sobre que había mencionado su tía. Sin embargo, algo más llamó su atención.
Sobre el escritorio estaba una carpeta con el membrete «Nancy Villegas» de la que sobresalían unas hojas. Adrián miró hacia la puerta a la expectativa de que nadie entrara por ahí y cuando verificó que eso no sucedería, abrió la carpeta. Dentro había una ficha impresa a computadora, con la foto de una mujer de su edad. Sus ojos se abrieron de la sorpresa y no supo si ésta era por descubrir quién era la chica en la foto o por las palabras que rezaban al final de la página en rojo.
«Candidata potencial para trasplante de córnea.»
Posó su mano sobre dicha frase con un deje de intriga y al escuchar que alguien se acercaba a la puerta, cerró rápidamente la carpeta. Una enfermera se asomó por el umbral y preguntó por Cristina. Adrián le contestó que había salido y cuando la enfermera desapareció de su vista, soltó el aire que había quedado suspendido en sus pulmones.
Tomó el sobre amarillo consigo y salió del hospital a paso lento. A pesar de que no conocía realmente a aquella chica, leer su historial clínico había revuelto algo en su interior. Era una sensación extraña que no conocía y que lo inquietaba. Lo único de lo que estaba seguro era que Nancy era su nombre.
Esa noche las horas parecieron eternas y las memorias de aquel día pesaban tanto como sus párpados, pero por más que los cerraba, no encontraba la forma de dormir.
Al día siguiente, a la puesta de sol, salió de la universidad y caminó con la mente entre las nubes hasta la cafetería de siempre como si sus pies hubieran tomado posesión del resto de él y lo hubieran conducido hasta ahí. Pidió su café favorito y se sentó en la mesa de costumbre, con vista al parque. Mientras esperaba por su orden, observaba la banca vacía con un sentimiento parecido. Tenía muchas interrogantes en su cabeza y el olor del café recién preparado no lograba disolverlas. Estaba a punto de tomar el primer sobro cuando la vio bajarse cautelosamente de un vehículo. Iba guiada por la misma mujer que había visto el día anterior en el hospital. Ésta la dejó sentada en una banca y dijo algo para después regresar al auto.
Adrián la contempló con profundidad y entonces, poco a poco, se dio cuenta de por qué su mirada parecía perdida, por qué no encontraba certeza en su semblante, por qué nunca había reparado en él, que estaba sólo a metros de distancia. Ella no lo podía ver.
Pero Adrián sí podía ver lo que sucedía ante él, y se sorprendió cuando una figura familiar se acercó hacia ella. Era un muchacho alto, de cabellos alborotados y marrones, con una cámara a la mano y un bolso cruzado por el torso; alguien a quien conocía bastante bien. Entonces una sola pregunta vino a su mente.
«¿Qué hace Mathías ahí?» 

Última actualización: 30/08/2015
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