26 oct 2016

Otro amanecer de revelaciones.

Una vez vi a un paciente psiquiátrico sufrir. Lo atisbé muy de cerca y aquella única experiencia me dejó marcada. Yo quería ser psiquiatra; después de eso, sentí injusta la labor del especialista. Al menos, al único al que conocí, lo único que escuché de él fue «divide la tableta en cuatro partes y toma dos cada día; si tienes los pensamientos, ya sabes, esos pensamientos, toma otra parte sin importar si ya has tomado las pre-indicadas». Vi caer a esa persona y de paso, también vi caer a mis ilusiones de ser psiquiatra. Para mí, era una analogía de un crimen y castigo. Crimen del médico recetar tan a diestra y siniestra aquel medicamento, y castigo del paciente tener que vivir dependiendo de un fármaco para resistir esos pensamientos. Irónicamente, la sustancia química prescrita para soportar esos pensamientos, tenía como efecto secundario provocarlos más.

En conclusión, solía pensar que los pacientes psiquiátricos vivían condenados a padecer su enfermedad atados a los medicamentos, «hasta que alguien (tal vez un galeno en crecimiento) encontrara la forma de reproducir neuronas». Yo, sí, era pesimista.

Pero entonces, alguien le dio una perspectiva distinta a la «condena» como tal (o al término en sí). Alguien dijo «no somos la excepción [tú y yo, los "sanos"]». 

Pensé: «sin embargo, al menos nosotros tenemos elección; ellos no». En aquel tiempo, lo más optimista que me permitía ser, era pensar que ellos, los pacientes psiquiátricos, tenían la ventaja de no poder elegir y simplemente seguir lo que dictaminaba un médico; mientras que yo, teniendo tantas elecciones frente a mí, sufría porque no era capaz de discernir entre una y otra. Era optimista al pensar que ellos estaban en mejor lugar que yo, pues podían reclamar el rumbo de su vida; yo, por mi parte, no tenía a quién reclamar el rumbo por el cual serpenteaban mis decisiones. Ahora me doy cuenta de lo rota que estaba (y, tal vez, de lo descarada que estaba siendo).

«Así no funcionan las cosas», dijo ese alguien. «Todo es impredecible. Hoy puedo decirte que eres mi mejor amigo, y el día de mañana ni siquiera preguntarte cómo estuvo tu día».

Yo estaba equivocada. Todo es impredecible, como el hecho de que, meses después de aquella conversación, ese alguien y yo no seamos más que dos simples conocidos, que ni siquiera se preguntan qué nuevas historias tiene el balcón para contar.

Sin embargo, aquel que dijo que no es así como funcionan las cosas, también se equivocó: nosotros sí tenemos elección (los sanos y los no tan sanos). Por ejemplo, yo elijo escribir esto, mientras muy dentro de mí deseo regresar a aquella conversación y cambiar mi opinón respecto a los pacientes psiquiátricos y su elección de no seguir el tratamiento, en vez de dirigir esta misiva a quien realmente corresponde.

Permítanme un suspiro.

Meses después, tal vez sigo siendo pesimista al pensar que los pacientes psiquiátricos no tienen más opción para no ceder ante esos pensamientos que vivir de los medicamentos, pues aún nadie sabe cómo regenerar las células nerviosas; o tal vez me convertí en una verdadera optimista, al conservar el anhelo de que escuchas tanto mi nombre que aún no es necesario conseguir un regenerador de amistades.
Ni de momentos.
Irónicamente lejana, la esperanza.

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